W. Verner explora la cueva de la Pileta

Retirado del servicio activo a causa de una herida en la Guerra de los Boers, que le obligaba a usar bastón, el coronel William Willoughby Cole Verner (Ulster, 1852 – Algeciras, 1922) actuó como muchos compañeros coloniales, es decir, abandonó Inglaterra para establecerse en un lugar de los que había conocido al servicio de la reina, Gibraltar. La Roca era el lugar adecuado para su máximo hobby, la ornitología, aunque meses después dejaba la colonia por motivos económicos para establecerse con su familia en una finca de Algeciras, el Águila.

Fue un día del mes de enero de 1907 mientras regresaba de una de sus expediciones ornitológicas, cuando oyó hablar a sus acemileros de «una cueva con escritos en las paredes»; aquello le interesaba y decidió visitarla en su próxima expedición. Diversas circunstancias le impidieron hacerlo hasta más de dos años después, impasse que aprovechó para ir recogiendo información de la Cueva. Sabía por ejemplo que el autor del descubrimiento había sido un labrador que buscaba guano de murciélago para abonar sus tierras. También sabía que en su interior había un abismo insalvable. En el capítulo de la información apócrifa situó Verner ciertos rumores relativos al descubrimiento de tesoros fabulosos en la Caverna.

Estas noticias circulaban por la comarca configurando la leyenda de la «cueva de La Reina Mora» (Cabré, 1915), «cueva de Los Murciélagos» o «cueva de los Letreros», todos ellos con los que se la conocía popularmente.

Durante la primavera de 1909 pudo ponerse, por fin, en camino. Le acompañaban sus fieles acemileros y varios miembros de la tripulación de un navío británico anclado en Gibraltar, «buenos montañeros dispuestos a cualquier aventura». El grupo emprendió la marcha en la estación que tiene el ferrocarril a su paso por Jimera de Líbar , adentrándose por la garganta del Guadiaro hasta que tuvieron que dejar los mulos en lo hondo y comenzar una ascensión que coronó en el Hoyo de Harillo, donde conoció a José.

José les mostró un orificio que «parecía una ventana en el flanco del peñascal, de unos ocho pies de alto por cinco de ancho» y acompañó a Verner y a sus hombres hasta la entrada de la Cueva, «que no es una verdadera entrada, sino más bien un orificio al borde del cual se apercibe una gran cavidad de profundidad desconocida».

Guiados por José y sirviéndose de una soga de cien pies fueron descendiendo uno a uno hasta que, una vez reunido el grupo, Verner emprendió el reconocimiento de aquel sector de la Caverna. Al frente se hallaba cerrado por un escarpe vertical que José aseguró podía escalar en las épocas en que la Cueva tenía menos humedad, pero estaban en primavera y era quimérico intentarlo. Ante ello, Verner tuvo que posponer su deseo de seguir adelante y dedicarse exclusivamente a explorar el fondo de la gran sala.

Por fin tuvimos suerte con la misteriosa cueva, escribió el coronel, y fueron recompensados nuestros largos esfuerzos, tantas veces aplazados. A la luz de una pequeña linterna vimos en las paredes lisas series de signos o caracteres de curiosa forma; los unos, grabados con un instrumento cortante; los otros, dibujados con pigmentos negros. Tras años de fallidos intentos, estábamos en presencia de una mística escritura que ningún hombre ha podido leer». Ref: Monreal, 1970.

Meses después, en otoño, Verner volvió a la Cueva pero no pudo penetrar más lejos que la primera vez, pues la halló intransitable por las lluvias caídas en la región durante aquella época. La suerte iba a ser más propicia la siguiente ocasión: otoño de 1910. Le acompañaban cuatro amigos británicos y contaba con un buen equipo de escalada, cuerdas, piolets, etcétera, con lámparas y luces de magnesio, amén de provisiones para varios días.

La exploración fue fructífera. Permitió que Verner cobrara noción de las dimensiones gigantescas de la Cueva 6 y, como experto topógrafo que era, pudo en aquella ocasión levantar un plano preliminar de la misma. Pero lo más importante de todo fue que el coronel vio gran cantidad de nuevos dibujos trazados en las paredes, y éstos ya no eran extraños símbolos, sino magníficas representaciones de animales pintados en diferentes colores.

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La Cueva de la Pileta es una estación de arte rupestre prehistórico visitable, descubierta por José Bullón Lobato en 1905 y declarada Monumento Nacional en 1924.

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